Sin escondites en la mesa

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¿Nos mostramos en la mesa cómo lo que somos? Qué dice nuestra manera de sostener los cubiertos, los ruidos que generamos al masticar o sorber, si sabemos dónde colocar la servilleta de tela, la ubicación exacta de los codos en la mesa y hasta posición de los cubiertos sobre el plato al terminar. Pero los asuntos relacionados a la etiqueta expresan solo un matiz.

Llevo muchos años alimentado gente. En mi mesa se han sentado amigos, no-amigos, amigos de mis amigos, familiares, parejas, clientes, incluso algún desconocido. Basta observar con cuidado, para saber qué les gusta, más allá de su educación y de lo que se sirven en el plato. No cabe duda que alimentarse es un asunto fisiológico, pero cómo lo hacemos es un tema cultural.

El cocinero Francisco Abenante decía en una entrevista que su comensal ideal es «el aventurero, ese que se emociona con lo que viene, que está como expectante (…) una persona que se entregue, así, ciego, que me diga «lo que tú quieras»». Tiene toda la razón, es la descripción del comensal soñado, pero son escasos. Sin embargo, he descubierto en mucha gente la curiosidad, el deseo de  aprender, que inteligentemente siguiendo las instrucciones indicadas cultiva el paladar. Se ciñe al perfil de las personas que evolucionan y avanzan en la vida.

Por ejemplo, común encontrarse con comensales que solicitan ingredientes costosos sin llegar a ser arriesgados, piden mucho de lo mismo y sus escogencias son basadas en clichés, como que la carne tiene que ser de lomito y el pescado salmón. Además, literalmente se les desfigura la cara del asco, si mencionas vísceras o carnes de segunda. Peor aún, piden cosas que cuando se las ponen en frente ni siquiera las tocan, porque no tenían idea de lo que ordenaron, pero manejan la concepción que «sin son caras, son buenas». En líneas generales, se trata de individuos con grandes carencias en su formación – especialmente la gastronómica -, pero que por cosas de la vida, cuentan  con los recursos para comprar lo que les dijeron que comían «los ricos» o «los conocedores». En estas circunstancias,  la mesa y lo que nos llevamos a la boca es un asunto de estatus.

Si una persona es arriesgada con sus elecciones, lo es en todo lo demás. Son comunes los temerosos de lo que ingieren – por el motivo que sea – entonces, basta conversar un poco para que afloren sus miedos. Aunque se parecen bastante, también están los que en todas la ocasiones eligen lo mismo y encuentran en la comida una zona de seguridad. No importa cuán hambrientos estén, prefieren no tocar lo que se les sirve si se difiere de lo habitual. Estos últimos pasan mucho trabajo durante su existencia.

Quien escoge cuidadosamente en el menú se fijan en todo, y quienes preguntan a otros sus lecciones, rara vez come en soledad porque más allá del placer hay un tema social.

Los  quisquillosos para comer lo son en el día a día. La gente relajada, divertida, se muestra en el primer minuto, basta ver su expresión. Engrosan el elenco de comensales soñados porque celebran hasta lo más mínimo y se ríen de ellos mismos, de sus acertadas o erradas elecciones.  Aquí también se ubican los que prueban todo, aunque después no les guste. Suelen ser flexibles y bastante comedidos.

Existen los que preguntan no sólo cómo se hace un plato, sino la procedencia de los ingredientes, entonces es sencillo saber que les gusta cocinar.

Ahora con la tecnología pasa algo curioso, se hace común que la gente no solo le toma fotos a los platillos, sino que inmediatamente lo sube a la red para que todos se enteren de lo que hay en su mesa. Más allá de una necesidad de comunicación que raya en lo absurdo, lamento que hay mucho de vanidad y de alarde. En este punto hago una confesión pública de mea culpa.

Quien se refiere a la comida como basura, no ha pasado hambre. Quien da la gracias al comer – en un sentido religioso o no – le da un significado místico a su día a día, porque aprecia los pequeños detalles y su propia fortuna.

Lo que sí me queda claro es que nadie se esconde en la mesa. Mostramos nuestras costuras, porque en un acto tan primitivo y esencial como comer – por muy domesticados que estemos- aflora lo que somos.  Incluso, circulan algunos libros y estudios que sostienen, que se puede extrapolar hasta nuestro comportamiento en el sexo.

Se podría escribir un libro sobre ejemplos, desde los banales hasta los más trascendentes. La mesa tiene la fantástica virtud de ponernos a tabla rasa, y sin importa el dinero, el glamur, lo llano o lo exótico … todos quedamos expuestos.

Columna «Limones en Almíbar» publicada en El Universal web el 28/07/2014

Vanessa Rolfini Arteaga
Vanessa Rolfini Arteaga
Comunicadora social y cocinera venezolana dedicada al periodismo gastronómico. Egresada de la UCAB con estudios de especialización en la Universidad Complutense, de crítica gastronómica en The Foodie Studies y entrenamiento sensorial en la Escuela de Catadores de Madrid. Actualmente, redactora en Sommelier y columnista del diario Correo de Perú. Conductora de rutas gastronómicas y editora de guías. Experta catadora de chocolates.
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