La playa La Herradura en Chorrillos, en los años cincuenta era el punto de encuentro de la alta sociedad limeña, pero lastimosamente con el paso del tiempo se volvió decadente, sucia, cuando está en temporada estruendosa, con todo tipo de restaurantes a la orilla del mar que no se destacan por su buen aspecto, pero con una vista magnífica. En ese escollo olvidado de mala reputación ausente en cualquier brochure turístico, sobrevive casi como un milagro el restaurant El Suizo. La persona que me llevó me dijo, «te va a encantar, probarás lo que se servía en Lima hace cuarenta años, lo que yo recuerdo de niño. Sentirás que estás haciendo un ejercicio de antropología». No se equivocó.
Un mobiliario que con toda seguridad no ha cambiado en décadas, ni siquiera la tela de los manteles ya desgastadas y descoloridas, al igual que el mesonero con su cara torcida o de sonrisa congelada y amable, recita de memoria como si fuese una oración la carta. La terraza está llena de fotos de personalidades que los ha visitado y la dueña muy orgullosa, cada vez que puede, hace referencia a la mención que hace del lugar el libro «Conversación en la catedral» , del Nobel peruano Mario Vargas Llosa (1969).
Increíblemente, todos los platillos mencionados en el texto están en la carta. Desde el empalagosamente peligroso coctel de fresas, pasando por los platos de gallina y las panquecas. Me atrevo a especular que servidos del mismo modo como lo imaginó el autor, porque la bebida venía en un vaso relativamente pequeño, de vidrio biselado con motivos florales, así como los platos de porcelana ya gastados y viejos, pero en buen estado.
No puedo ocultar la emoción de disfrutar un lugar y un menú, que permanece en las mismas condiciones referidas en una publicación que supera los cuarenta años. ¡Vaya experiencia! Fue un recorrido de otro nivel.
Disfrutamos choritos a la chalaca y a la suiza (versión de la casa solo con tomate fresco molido), conchitas a la parmesana, corvina con mantequilla negra y alcaparritas acompañada con papas hervidas, corvina a la suiza con una salsa de queso que traía como guarnición papas fritas cortadas con un sacabocado y guisantes; y de postre unas extraordinarias panquecas cuya masa estaba mezclada con manzanas caramelizadas. Todos los platillos perfectamente elaborados, no sobraba ni faltaba nada, lo que tenía que estar fresco lo estaba, lo que ameritaba grasa tenía la justa cantidad, los cortes limpios, la porciones generosas, cada bocado exudaba sabor que vagamente rememora la sazón de los condumios diarios de la Lima actual, pero que definitivamente son otra cosa. Para mi paladar fue un descanso y para mi acompañante un viaje a su infancia.
Para mi sorpresa, fuimos un martes a media tarde y permanecimos solos toda la velada que se prolongó hasta el inicio del atardecer (que para mi, los del mar de Lima son los más hermosos del planeta junto a los de Paraguaná). Supongo que los fines de semana lo visitan más comensales. Sin embargo, a los limeños que les he comentado sombre esta travesía, me han visto con extrañeza, incluso una conocida gastrónoma me respondió, «sí, es un buen lugar pero oldie».