Diamora insiste en que a ella no la enseñaron a comer cuando era niña. Dice que su mamá era muy caprichosa con la comida, y que les metía miedo a ella y sus hermanos con las combinaciones de alimentos que podrían hacerles daño, incluso matarlos. “El mango con casabe era veneno, o el cambur con guarapo hacía daño, por ejemplo. Había tantas frutas en el campo que considero se perdían. Muy de vez en cuando picaban una patilla, el jobo se perdía porque daba fiebre. También había otra mata alta que echaba una pepa amarilla, no la cogían ni siquiera para dulce porque decían que daba fiebre”.
Lo cuenta a propósito de la actual crisis de escasez de alimentos, cuando el venezolano ha tenido que volver a productos que antes desdeñaba y cuando ha quedado en evidencia la necesidad de una mejor educación nutricional, tal como ha sido planteado por la autora de este blog. Diamora opina que pudo haberla tenido si en su casa no hubieran mandado algunos mitos alrededor de los alimentos durante su niñez en el llano guariqueño, en un país muy distinto al de hoy, allá por los años 50.
En el campo familiar en Jobo Marquero, cercano a Valle de la Pascua, Diamora vivió los primeros años de su infancia entre la escuela y las tareas domésticas, y, aun con mitos alrededor de los alimentos y su preparación, lo que abundaba era qué comer. “En esa época no se pasaba hambre, espero que todavía sea así”, rememora junto con su prima Bruma, quien asegura que “en el llano se comía sabroso”.
Lo que se consumía era producto de la misma tierra, más otros productos que se compraban en el pueblo. “Mi papá sembraba auyama, batata y yuca, y había matas de topocho y cambur, también ají; no conocíamos la papa”.
De las vacas obtenían la leche y elaboraban el queso de cincho que el papá Calixto vendía. Con el suero la mamá Josefa preparaba el queso de mano que vendían los hermanos en el pueblo, junto con los huevos de gallina y el café molido (lo compraban en grano, lo tostaban con papelón y después lo molían). “Mi papá también hacía ricota, de la nata que quedaba en la flor del suero”.
De la caza provenía el venado que se convertía en pisillo: se salaba la carne y se secaba al sol. De vez en cuando mataban un cochino y hacían chicharrones, y no faltaba el sancocho de final del curso escolar para los maestros y la carne de ternera en vara para celebrar los cumpleaños.
En la laguna pescaban anguilas y sardinas que comían guisadas. “Comíamos la carne seca de baba porque servía para mantener los bronquios, y también comíamos bastante pastel de morrocoy”.
Las aves eran otra fuente de proteínas. “Las turcas o pipas, la maraquera, la caldoefrijol y la cujialera se cazaban con jaulas o con china. La guacharaca la comíamos con arroz, también el garzón”.
La fruta de palma llanera era otro de los alimentos prohibidos. “Mi hermanito nos llevaba a pasear por el campo y mi mamá le decía ‘no le vayas a dar fruta de palma’, y mi hermanito nos ‘jartaba’”. Otras frutas que abundaban eran caruto, guayabita sabanera, ciruela de huesito, ciruelita de fraile y manirote.
El único enlatado conocido era el de la latas de manteca que se compraban en el pueblo, al igual que el pan de trigo con el que algunos días se aparecía Calixto. “Unos panes chiquitos, muy sabrosos, salíamos a encontrar a papá emocionados, los comíamos con leche”.
Maíz y frijoles
El maíz, el frijol y la leche eran la base de la alimentación. “Los frijoles bien aliñados con topocho verde se comían recién hechos o amanecidos. Los aliños eran cultivados ahí mismo, ají dulce y cebollín, y quizás ajo que traía mi papá del pueblo. Del chirel se preparaba un ajicero con suero.”
El maíz se desgranaba, se reservaba la hoja para envolver las hallaquitas y la tusa para higiene, después se pilaba, pero antes había que limpiarlo. “Al maíz lo limpiábamos y venteábamos en una batea, se le sacaba el nepe, que es una harina amarilla, y se le daba a los cochinos, como parte de su alimentación, se les daba también conchas de topocho y restos”.
Hacían dos comidas fuertes, el desayuno a las 9 de la mañana y el almuerzo a las 4 de la tarde. Y más tarde, al que se portaba bien, había hecho las tareas, las del campo, no las de la escuela, le daban una merienda: harina con leche. “Es una especie de fororo, pero se hace de maíz tostado. El maíz se colocaba en un caldero, con fuego a leña, y se tostaba, sin que llegara a saltar y convertirse en cotufa, luego se molía y se comía con leche”.
Los varones becerreaban, es decir, llevaban a los becerros donde había pasto o los traían de vuelta al corral. “Hay una mata, la guayabita sabanera, más pequeña que una guayaba, y nos decían cuando salíamos a becerrear o hacer otra tarea por el campo, que quien comiera esa fruta, no comería harina con leche. Decían que en la pata de las guayabitas se enredaban las cascabeles. Me di cuenta de que era para meternos miedo y no nos distrajéramos de las labores”.
Bruma recuerda cómo eran las comidas. “La leche de ganado fresca con guarapo se servía en el desayuno junto con las hallaquitas o arepas con suero. Para el almuerzo mi tía cocía ollas de frijol, le ponía topocho verde y complementaba con arroz. Cuando hacía caraotas pintas le ponía topocho maduro”. El topocho, aclara, es más pequeño que un plátano, “la mata es igual que la del plátano, pero el fruto es más pequeño, se llama topocho criollo”.
El método para conservar los alimentos, cuenta Bruma, era el “entaturado”. “Los granos se guardaban en un taturo o perola que sellaban, y teníamos suficiente hasta la siguiente cosecha. No había nevera, la carne de cochino, por ejemplo, se conservaba en su propia manteca”.
Uno de los mejores recuerdos de Bruma era cuando la tía Josefa le ordenaba ir a recolectar los huevos. “Cuando mi hermano El Negro y yo veíamos la ñema en el nido sentíamos una emoción muy grande. Nos daban una totuma donde íbamos colocando los huevos. Si se nos quebraba alguno, mi tía nos jodía”, dice Bruma, quien recuerda aquella época como “feliz”. “Nos gustaba ir a casa de mi tía, éramos más libres, bebíamos refresco en la Mar querida (una bodega cercana); nosotros bebíamos avena o agua de maíz, nunca refresco”.
Diamora apunta que el agua de maíz fue muy importante en esa época, “porque era el tetero de los muchachos”. “Del maíz sancochado, quedaba una especie de carato, como una avena líquida, muy rica. Se mezclaba con leche en polvo y se le daba a los muchachos”.
Una ventaja de Jobo Marquero era el agua, había una laguna y luego se hizo otra cercana de la casa. Los niños eran los encargados de ir a buscar el agua que cargaban en los burros. “El agua para beber era de la laguna, se filtraba con piedra o se hervía”.
El regreso del maíz pilado
A Diamora le tocó desde los 5 o 6 años pilar el maíz montada en una lata porque por su estatura no alcanzaba el pilón, luego hacer la limpieza y moler los granos para hacer las arepas y hallaquitas. “Hasta los 17 años todavía molía maíz, para entonces ya se compraba pilado, pero igual era mucho trabajo. Ya cuando vivíamos en el pueblo (Valle de La Pascua), recuerdo que antes de irme para el liceo molía una olla de maíz, la masa tenía que quedar muy suave porque mi mamá era muy delicada con eso, y después envolvía las hallaquitas”. Antes de molerlo, el maíz pilado se “calentaba”, según se dice en el llano, es decir, se cocía; se reservaba toda la noche y en la madrugada era cuando se molía.
En la casa del campo, encima del techo de la cocina tenían lo que se llamaba la troja, un lugar separado construido con tablones de madera donde se conservaban las mazorcas secas.
Fue una alegría conocer la harina PAN, dice Bruma, “se ahorraba mucho tiempo, al fin, porque ya me estaba preguntando hasta cuándo iba a moler”.
Tanto en Valle de La Pascua como en Villa de Cura, adonde emigraron a mediados de los sesenta, existían los molinos adonde la gente acudía a moler el maíz. “Esos almacenes desaparecieron con la popularidad de la harina precocida”.
Hoy ante la escasez de harina precocida y su alto costo en el mercado negro, tanto en Villa de Cura como en Valle de La Pascua la gente se la está ingeniando para comprar maíz, molerlo y hacer las arepas. Volvimos al pasado, aunque quizás no a uno tan feliz e inocente como el que rememoran Diamora y Bruma.