Amo fumar. Desistí en llevar la cuenta de las veces que he roto, remendado y retomado mi relación con los cigarros. No hay dolor, ni tristeza, ni miedo a la enfermedad, solo hay mucha culpa, porque algo dentro de mi me dice que no está bien, pero mi yo hedonista que suele ganar casi todas las batallas de mi vida, lo apoya y desea. Lo único que no me he atrevido es hacer una promesa, y mucho menos a los santos, porque todo apunta que la romperé y no es propicio tener ese tipo de cuentas pendientes.
Amo fumar. Lo hago desde la universidad. He fumado cigarrillos de todas las marcas, precios y calidades, incluso los saborizados, que son un horror. También he aspirado, pipa, marihuana, he masticado chimó y cigarros, donde no voy a negar que mis favoritos son los habanos. Por varios años escribí en una revista una columna llamada “Fumata”, donde mensualmente me sentaba en una sala para fumadores con el dueño de la tienda que patrocinaba el texto, y pacientemente aprendí todo lo necesario para gozármelos a plenitud.
Estudié sobre los distintos tipos de hojas y sus funciones en la tripa, que se combinan según la fórmula que secretamente guarda cada artesano. También le dediqué atención las hojas que se usan para la capa, esa que le da forma y que al quemarse debe hacerlo de forma pareja, la ceniza tiene que ser blanca, resistir la jalada (cuando de inhala) y que se va consumiendo hasta apagarse solo, porque los buenos cigarros no se aplastan contra un cenicero. A los cigarros los amo porque los conozco bien, es un placer cultivado y aprendido, y por eso las rupturas han sido tan difíciles e inútiles.
Sentarme en la sala de fumadores, rodeada de caballeros me hacía sentir especial, cultivaba mi lado masculino. Lamentablemente, las mujeres que fuman habanos no son bien vistas o se les considera brujas, cosa que no me preocupa porque calzo en ambos perfiles. Era como entrar en un espacio de intimidad masculina, y yo era tratada como una más. Al principio causaba curiosidad, pero luego compartían sus impresiones conmigo, hacían observaciones y sugerencias a mis textos, hasta pulieron mis gustos y me regalaron libros. Alguno hasta me invitó a salir con la excusa de fumar juntos, lamento no haber concretado ese encuentro. Recuerdo esa época como un espacio de intimidad con los hombres, sin necesidad de sexo.
Tanto amor le tomé a los buenos tabacos que una vez me fui casi doce horas por carretera desde Caracas hasta Cumaná, solo para entrevistar a Miguel Patiño, hijo del famoso Crispín Patiño. Luego recorrí los campos de tabaco en la Península de Paria hasta la lejana Güiria. También visité los cultivos de tabaco de la British Tabaco en Carabobo, aunque esas hojas se usan para hacer cigarrillos, el lado oscuro de este negocio.

El lado oscuro del vicio
Mis renuncias a los cigarrillos han estado marcadas por motivos importantes y baladís. Lo dejé por una época después que murió mi papá. Me enardecía cada vez que lo escuchaba pedir un cigarrillo y un café casi agonizante. Me enfrenté a la cara oscura del vicio. Pero vencida por la compasión, me encontraba preparándole café y terminando los cigarrillos que él apenas podía tolerar y a los que le daba un par de chupadas para caer en crisis de asfixia. Al duelo de la pérdida, le sumé la ruptura con los cigarrillos. Esto duró poco. Bastó una relación lujuriosa donde los cigarrillos eran parte de los espacios de descanso para retomarlo otra vez. Pero es que fumar en el post coito es un placer incomparable, de cierta forma, redondea la idea de intimidad, pero ahí es necesario que fumen los dos – o más participantes-, porque basta que una persona se queje, para que desaparezca esa frágil extensión del placer, que suele ser tan efímera como el humo. No soporto el olor cigarrillos en las sábanas, pero si viene mezclado o olor a sudor o a colonia masculina, sencillamente me excita.
Mi mayor ruptura y que logré mantener por años, fue después del paro petrolero de 2003 en Venezuela, donde había que hacer horas de cola por comida, pasta de dientes, champú, papel de baño y también por cigarrillos, que llegó un momento solo se podían adquirir en el mercado negro. Un día abrí mi cajetilla y me di cuenta que solo me quedaban dos, entonces, sentí tanta angustia que terminé molestándome conmigo misma. Esa ruptura fue un acto en defensa propia, porque no quería añadirle una preocupación más a mi vida, un motivo más de angustia.
Estoy resignada a que mi relación con los cigarros sea como con las dietas. Van, vienen, están, las repudio, las acojo, las necesito, las expulso, las sueño, las culpo. Las rupturas forman parte de esa dinámica absurda, digna de Sísifo.
He limitado los cigarros al espacio social, para acompañar algunos tragos y conversaciones al aire libre. He llegado al descaro de no comprarlos, aunque me sienta mal cada vez que los pido con cara de niña de la calle que vende caramelos. El cigarrillo también despierta mi mezquindad, porque la mitad de la cajetilla siempre es para los otros y mi bolsillo no lo soporta. Pero mi desfachatez lo supera todo y me escucho preguntando si me regalan uno o como dirían en Venezuela, “martillándolos”, es decir, fumando a expensas de los recursos de otro.
Amo fumar. Más allá que los fumadores que somos sistemáticamente repudiados, públicamente ridiculizados y vilipendiados, tenemos un vínculo curioso y resistente. Muchos de los amigos que he hecho en los trabajos, nacieron en la sala de fumadores, donde se forma una solidaridad ante la adversidad del desprecio social y del puritano argumento de “te va a matar”, como si fuésemos inmortales. La gente se pone pesada, comienza con historias de horror sobre el cáncer de fulano o mengano, que si la dificulta respirar, que si tumba el «piripicho» (eso es con los caballeros), que si manchan los dientes, le da mal olor a la ropa, bloquea el sentido del gusto. También he escuchado argumentos ambientalistas como la contaminación del aire y una de mis favoritas, que a las damas no se les ve bien con un cigarrillo en la mano, echando al tacho décadas de divas del cine, glamorosas e inalcanzables como Sofía Loren, Sharon Stone, Rita Hayworth, Rita Hayworth, Ava Gardner, María Felix, Elizabeth Taylor y Andrey Herpurd con su maravillosa boquilla y su collar de perlas, por solo mentar algunas diosas del celuloide.
Pero siempre regreso al cigarrillo, a sabiendas que romperé otra vez. He pensado compensarlo comprando un juego de pipas, cuyo ritual me llevaría a fumar menos, compraría picaduras de mejor calidad, pero no tengo paciencia para raspar antes de cada inhalada y requiere una inversión que prefiero transferir al vino o a los chocolates.
A cigarrillos y testosterona
Ya en pandemia he tenido mis momentos, especialmente, cuando conté con un compañero de apartamento francés que fumaba como si el mundo se iba a acabar. Mi casa olía a puticlub y testosterona, donde cada bocado iba acompañado de vodka en las noches y chorritos de ron al café de la mañana. Más que a Jean George, extraño el ritual de fumar y beber con él, porque la verdad es que entendía solo la mitad de lo que decía, literalmente olvidó el francés y no ha aprendido bien el español. Haciendo un corte de cuenta concienzudo, la última vez que fumé fue en las escaleras de Book Vivant, pero de regreso a casa no soporté mi propio aliento dentro de la mascarilla. Conclusión, hay que retomarlo después que me vacunen. Solo experimento una pausa.
Estoy resignada a que la verdadera ruptura llegará con mi partida de este mundo. Mantengo la esperanza que haya una sala para fumadores en el purgatorio, para matar la angustia de si me toca cielo o infierno. Mientras tanto, espero que no me pase como al escritor Julio Ramón Ribeyro, fumador acérrimo quien escribió uno de los ensayos más deliciosos en defensa del cigarrillo y a su busto en una plaza de Miraflores, de vez en cuando, algún fumador solidario se apiada de él y le pone un cigarrillo en la boca.