No recuerdo la fecha exacta ni quién era el rival, pero sí que era uno de esos juegos de domingo que ya no existen, cuando se jugaba pelota antes del mediodía en el Estadio Universitario de Caracas. Fue mi amiga Yadira quien me llevó por primera vez al parque para que supiera lo que era ver a los gloriosos Leones del Caracas en vivo, ahí enfrente, cerquita, y disfrutara el juego en carne y hueso.
Éramos estudiantes universitarias, pero nos las arreglábamos para comprar sillas en palco, arriba de la cueva de Leones. No eran tiempos hiperinflacionarios, se entiende. La combinación verde y ladrillo del campo, el cielo azul y el Ávila de fondo que te invade al franquear la boca de la tribuna, me embelesó aquella mañana, tal como lo sigue haciendo ahora, más de dos décadas después.
Los episodios del juego avanzaban en el terreno, mientras en la tribuna desfilaban los vendedores de chucherías, maní y tostones, refrescos y cervezas y las recordadas naranjas. A todo el que pasaba, le compraba algo. Yadira solo se reía y me comparaba con un par de hermanitos que unas filas más allá presionaban a la mamá para que les comprara de todo. No se saciaban y yo tampoco.
Ya casi finalizando el juego llegó el vendedor de obleas. Los niñitos se apresuraron a pedir, y miré a Yadira implorándole que me comprara una porque la plata se me había terminado. Hasta ese momento sabía que la oblea existía en el mundo, pero para mí no era nada, nunca hasta entonces me había llamado la atención consumirla. La tenía por una cartulina pálida, redonda e insípida, que ni con mucho dulce encima me apetecía.
Pero en el Universitario, como buen parque de pelota, sucede lo extraordinario, y la oblea bien cubierta con su capa de arequipe, un toque de leche condensada y salpicada de pepitas de colores, ¡me encantó! ¡Ni siquiera me empalagó! Quería otra, pero Yadira dijo basta, y volvió a reír.
Nos fuimos con la alegría del triunfo, porque eso sí lo recuerdo, ganamos. Desde entonces, junto con el disfrute de las victorias de nuestro glorioso Caracas, también saboreamos el dulce recuerdo de la oblea de aquella mi primera vez en el estadio.