Se cocina y fotografía. Se come y se fotografía. Se hace la sobremesa y se fotografía. Se va al mercado y se fotografía. El mundo vinculado a la mesa experimenta un alud de imágenes sin precedentes donde el sentido del gusto se alza como dominante. El teléfono con su cámara y las redes sociales ingresaron a la dinámica y lo cambiaron todo. ¿Acaso hemos desplazado los sentidos del olfato y del gusto? ¿Qué es más importante? ¿El show o comer? ¿Fotografiarlo-compartirlo o disfrutarlo? ¿Tenemos idea de lo que comemos?
Hace mucho que comer no se limita a saciar el hambre, sin lugar a dudas es un tema cultural, que denota nuestra idiosincrasia, nivel social, educación, intereses, hasta nuestra filosofía de vida. Hasta aquí nada nuevo bajo el sol. Pero qué sucede cuando parece que por encima de la necesidad de alimentarse está la de contarlo todo y sobresalir.
Me preguntan con frecuencia los programas de cocina que veo y debo que confesar que, salvo dos o tres excepciones, no me gustan. El espectáculo está por encima del conocimiento de lo que comemos, la tensión de un aficionado queriendo cocinar como un profesional sobrepasa lo que hay en el plato.
Los primeros programas de cocina tenían algo en común, un tema educativo que era replicable en casa, pero eso ha cambiado mucho. La cocina se llenó de bambalinas, el calor del fuego que todo lo cuece y lo transforma, se convirtió en fuegos artificiales, escarcha, mucha gente queriendo un camino corto a la celebridad. Por supuesto, hay excepciones para las que le bastan los dedos.
Hace un par de años cubrí Madrid Fusión, en esa edición abrió las conferencias el cocinero español Ángel León, quien se ha dado a conocer por su trabajo con productos del mar. Lo cierto es que realizó platos con sangre de peces, que in situ dopaba en un pequeño estanque de agua, los sacaba, con una suerte de jeringa les extraía la sangre y los regresaba al agua, donde los pobres animales caían al fondo con la boca abierta, inmóviles, en teoría vivos. Al día siguiente, su conferencia abrió noticieros y ocupó primeras planas, todos contaban con lujo de detalles el acto vampirezco, pero casi nadie citó el nombre de la receta.
Al final de la primera jornada, el cocinero David Muñoz cerró con un coctel caliente de carbonara y como era de esperarse, todos hablaban de eso. Más allá que era el hombre del momento por su vida sentimental. Pero en la misma programación estaba el chef vasco Andoni Luis Aduriz, que expuso el proceso de creatividad en la cocina, la vinculación entre lo que sucede en la cabeza y emociones, con lo que llega a la tabla de picar o echamos a la sartén y literalmente pasó por debajo de la mesa.
Si la gente supiera lo complicado es que es producir cualquier alimento lo apreciaría más. Si se tomaran el tiempo de leer las etiquetas y buscar en Internet algunos nombres que allí se registran, no comerían ni la mitad de lo que llevan a su casa. Tanto así que las primeras causas de muerte en el mundo después de la violencia, son enfermedades asociadas a la alimentación.
En un mundo donde parece que no hay tiempo para nada, es posible que sea mucho pedir, que le dediquemos un poco de tiempo a conocer lo que nos llevamos a la boca, que miremos con cuidado, que nos informemos, que leamos. Es mucho más sano para el cuerpo un trozo de cochino bien tratado que una lata de atún.
Así como aprendemos a leer, escribir, sumar y restar, deberíamos aprender a cocinar, a hacer mercado y a comer. El conocimiento sobre el tema ayuda en momentos de dificultad, escasez y enfermedad, cuando nos enfrentamos al hecho de prestarle atención a la alimentación por el motivo que sea. Y quiero dejar claro, se puede comer muy mal con los anaqueles y los bolsillos llenos. Quien toma conciencia de lo que se lleva a la boca, gana en calidad de vida.