Cuando el aficionado asume el reto de buscar el vino ideal para un plato, o más aún, cuando entusiasta ha creído encontrarlo, lo más seguro es que, a la hora de la cata, lo invada un cierto halo de inseguridad, algún atisbo de frustración, o la pesada y nada agradable sensación del desencanto.
La gastronomía es un basto territorio de soberanía sensorial donde la subjetividad manda. Beber vino y alimentarse para al mismo tiempo disfrutar de ambas cosas, binomio complejo de caballo y jinete. Quién se impone ¿la bestia o el jockey?, ¿quién asume las riendas? Dar con el vino adecuado para acompañar cualquier vianda, o viceversa, no es tarea fácil, aunque en principio y según mi modesto modo de ver, de manera inconciente se establece un frágil y delicado límite interno entre éste y el plato –sobre todo cuando se está ante importantes etiquetas o elaboradas recetas-, cosa que protege, secretamente, la autonomía y personalidad de ambas partes.
La experiencia e intuición del aficionado, su memoria gustativa y su experiencia, es decir, el conocimiento real y concreto de las sensaciones organolépticas del vino escogido y las que el plato producirá a la postre en el paladar, pueden ser caminos para hacer posible una experiencia rica y placentera. Pero ¿qué hacer, si luego de probar y seleccionar el vino para una determinada receta, ésta no resulta tan satisfactoria como cuando se cató, a la hora de la prueba final?
Los mejores vinos para comer son los menos pretenciosos, por lo general ligeros, con taninos y acidez moderada, plenos de frescor y buena fruta. No queda más remedio que probar, y más allá del nivel de entrenamiento de cada paladar y de la capacidad para dilucidar intelectualmente la compleja diversidad de sensaciones que plato y vino producirán en boca y nariz y cuando, honestamente, la certeza del placer estalle en nuestros sentidos, ya se habrá conocido un importante umbral de satisfacción. Probar, probar y probar, no existe otra forma de aprender. ¡Salud!