Al chef no solo le ha tocado salir de la cálida intimidad de sus fogones, se le ha convertido en una especie de Frankenstein, cocido y cosido con retazos de científicos, neurólogos, psicólogos, gerentes, escenógrafos y hasta antropólogos. Le agrega a sus recetas ingredientes – en su mayoría intangibles – como asombro, trucos, trampantojos, sensaciones, desafío a los sentidos y mucho espectáculo.
La ciencia es la responsable de la tercera revolución más grande en la cocina, en una trama que parece no finalizar. Lo que comenzó con el estudio de reacciones fisicoquímicas de ciertos alimentos y procesos de cocción, se ha diversificado y aliado con campos aparentemente inconexos como la neurología, los procesos de la creatividad, la revisión de la tradición, la nutrición y los vínculos emocionales y sensoriales.
¿Cómo logra con éxito un chef su nueva misión y exigencias de un perfil que se complica cada día? Parece que la respuesta la dan los laboratorios y centros de investigación, quienes desde hace casi tres décadas se han convertido en sus grandes aliados. Pero en un paso hacia adelante, algunos restaurantes cuentan con laboratorios propios, en la tendencia llamada “I+D”.
La génesis pública de esta historia la marcó una portada de New York Times Magazine en agosto de 2003, donde el chef catalán Ferrán Adriá aparece fotografiado con una espuma de color naranja en la mano, bajo el título “La Nueva Nouvelle Cuisine”, poniendo un potente foco sobre otra manera de concebir la cocina y atizó una vieja rivalidad ibérico-gala.
Lo que desde el primer momento se etiquetó como “gastronomía molecular”, ya era un concepto y línea de investigación en la que estaban inmersos desde 1988 los franceses Hervé This y el chef Pierre Gagnaire desde la Foundation Science & Culture Alimentaire. En publicaciones explicaban el comportamiento de ciertos alimentos bajo condiciones específicas, desmitificando o confirmando procesos de la cocina.
Esa “gastronomía molecular” desde su nacimiento ha sido controvertida, aplaudida, bien-y-mal recibida, lo cierto es que no hubo marcha atrás, en un camino ante el cual nadie resultó indiferente. Actualmente, el término está en desuso, y después de muchos intentos se ha resumido en “cocina de vanguardia”, al punto que la próxima edición de Madrid Fusión en 2016, se llama “Lenguaje de la post Vanguardia”.
El chef Adriá narra que cuando empezaron en 1994, sintieron la necesidad de “profesionalizar el proceso creativo. En el restaurant ElBulli nos empezamos a marcar un nivel que exigía una dedicación diaria a la creatividad, pues existía ya un propósito claro, dar nacimiento a nuevos conceptos y técnicas”. Este hecho ha tenido consecuencias sin precedentes en la restauración y en la industria alimenticia.
Algunas cocinas como las de El Bulli, Arzak, Mugaritz, Celler Can Roca en España y Heston Blumenthal en el Fat Duck en Inglaterra, le coqueteaban por ensayo y error a nuevas técnicas que además rompían esquemas, incorporando mezclas no convencionales, juegos con temperaturas y texturas, rompiendo el esquema del servicio y las armonías, revisando despensas, recuperando métodos e ingredientes, y desmitificando productos. Ofreciéndole a los comensales una propuesta con pocas similitudes a las líneas más clásicas de la culinaria a la que estaban acostumbrados.
En una clara nueva etapa de esta tendencia, surge lo que ahora se conoce como “cocineros con equipos de I+D”, es decir, los centros de investigación y desarrollo suelen estar en contacto directo con los fogones, una tendencia apetecida, que a los restaurantes que las han aplicado le han dado notoriedad y excelentes lugares en las listas, pero por otra parte exigen una estructura de costos compleja y muy elevada.
Investigación como gancho
“La cocina, en sí misma, es química. Por qué entonces no estudiar estos fenómenos, para aprender de ellos y controlarlos mejor. Saber de dónde viene o cómo se produce un sabor, como alcanzar determinadas texturas, son ejemplos de la necesidad de investigación”, afirma el periodista gastronómico español José Ramón Navarro.
Navarro por otra parte afirma que es momento de dejar de ver a los cocineros como artesanos, “como ocurrió con la química, deben superar esa fase de la alquimia, en que por prueba y error se van descubriendo cosas”.
Sin duda en España se han tomado este tema muy en serio, incluso van más allá, en lo que comunicadora gastronómica Sasha Correa señala “en la investigación como gancho”. Casos como el del chef Ángel León quien trabaja con la Universidad de Cádiz, Carme Ruscalleda, con su menú “antiaging”, Dani García con la Universidad de Málaga, son solo algunos ejemplos.
Por otra parte, la Fundación Alicia realizó todo el soporte técnico y de laboratorio a Ferrán Adrià, y todavía hoy siguen colaborando con él y su hermano Albert. Actualmente, Mugaritz cuenta con un laboratorio donde seis integrantes, entre ellos tres cocineros, se dedican por completo al tema; y en el Celler Can Roca aplican el concepto I+D en su propuesta, área liderizada por Jordi, el menor de los hermanos Roca.
En el caso de Latinoamérica, dos restaurantes están a la cabeza de esta tendencia, por un parte el peruano Virgilio Martínez en Central – número uno de Latinoamérica y cuatro del mundo según la Revista Restaurant – cuenta con un laboratorio llamado Mater. El otro caso es el restaurant chileno Boragó, al frente el chef Rodolfo Guzmán. En ambos casos, su gran aporte ha sido poner la lupa de la ciencia sobre productos y procesos autóctonos, los cuales a su vez comparten con cocineros de todo el mundo.
«Cualquier actividad en cualquier ámbito cuando cuenta con la reflexión, la búsqueda y el análisis, es decir, la investigación, mejora. En la cocina nos lo han demostrado los cocineros de vanguardia apostando por una inversión que ha dado sus frutos a corto plazo. Investigar significa parar un instante y reflexionar en lo que se hace y en cómo hacerlo mejor para todos de una forma creativa«, afirma el comunicador español Navarro Pareja.
Texto publicado originalmente en la Revista Avianca No.33 / Febrero 2016