La mesa navideña venezolana es de las más festivas y definidas. Sorprende, que tantos platos se reserven para una celebración particular, a lo que se suman bebidas, música y otras tradiciones. Sí, los venezolanos sentimos absoluta afinidad con la alegría y la fiesta. Pero, ¿qué pasa en estos tiempos tan duros donde nos vemos tan limitados?
Para quien vive en Venezuela, a la luz de lo que ha sido la economía en años recientes, adquirir la lista completa para cumplir la tradición navideña es infinitamente cuesta arriba, bien sea por lo costoso o porque adquirirlo es sencillamente imposible. Pero también pasa con quien vive fuera, incluso ganando en monedas más fuertes, la inversión es grande y dependiendo al país donde se ha emigrado, la disponibilidad de ingredientes varía.
Es decir, que no importa donde se esté o los recursos con los que se cuente, nuestra navidad cambió para siempre. Tendremos versiones, unas más sabrosas que otras, algunas llenas de añoranzas, otras de platillos mejor logrados, si se tiene suerte y hay un buen cocinero en el grupo familiar o de amigos, entonces es posible acercarse a los sabores de siempre.
La mesa navideña ha cambiado porque ya no estamos todos juntos, porque no hay una sola familia venezolana que no se haya fragmentado y esparcido por el mundo. Ha cambiado porque incluso la calidad y sabores son otros, y el ingrediente más importante y umami de nuestra Navidad, es decir, la alegría se ha modificado.
El filósofo francés Oliver Assouly en su libro “Alimentos nostálgicos” (2004) plantea un punto interesante que tal vez nos brinde una manera distinta de ver las cosas, cuando afirma que en buena medida las tradiciones son impuestas, pero que sin mutaciones a veces profundas, las costumbres alimentarias corren el riesgo de desaparecer.
El cambio no es fácil de digerir
Lo que nos ha pasado lamentablemente no lo podemos cambiar, no volveremos a ser lo que éramos para bien o para mal, nos convertiremos en algo distinto, que espero sea mejor considerando la dura lección que nos ha tocado. Pero eso también le pasa a nuestra mesa navideña.
No es un planteamiento fácil de digerir, porque la rabia y la nostalgia son como un golpe seco en la boca del estómago, nos paraliza. Tal vez, la mejor manera de salvar nuestras “tradiciones” navideñas es empezando a aceptar que han cambiado y que nosotros lo hemos hecho también.
Revisando nuestra historia gastronómica, los platillos emblemáticos apenas sobrepasan el siglo, esos que Rafael Cartay en el libro “Entre gustos y sabores” (2010) señala como “platos de resistencia”, cuando después del presidente Antonio Guzmán Blanco (1829-1899) tuvimos un sentido de nación unificada y los condumios nacionales se impusieron. Lo que puede llevar a pensar, que gastronomía sigue en evolución, y tal vez estas malas circunstancias nos obligan a mirar, a revisar, a replantear y nos ofrecen la posibilidad de lograr algo mejor.
Sin lugar a dudas, la necesidad nos obligará a incorporar otros ingredientes y preparaciones. De momento, tenemos que impedirle a la nostalgia y a la rabia que contaminen todos los sabores; es muy pronto para ver las consecuencias que estos años traerán sobre nuestra culinaria.
Que la dificultad no pase en vano, que esta lección de vida nos ayude a ser mejores y que eso se vea reflejado en la mesa. Bien leí en días recientes “el dolor es inevitable, el sufrimiento es opcional”. Queda refugiarnos y aferrarnos en los afectos, al amor, a apreciar y disfrutar lo esencial.
¡Bendiciones a todos y feliz Navidad!
Texto publicado originalmente en la columna Limones en Almíbar del diario El Universal el 17/12/2016