Pequeñas, gustosas, abundantes, baratas, nutritivas, versátiles y presentes casi todo el año. Parece que a las sardinas no le calza ningún adjetivo negativo salvo en Venezuela, donde en muchos lugares, sin importar la clase social, se le califica y percibe como “comida de pobres”.
Lo cierto es que ese pequeño pez azul de visos tornasolados científicamente llamado Sardinella aurita, es una sabrosa bendición. Felito Gómez, cultor del Estado Nueva Esparta, afirmaba “que la sardina grande se asa directamente sobre las brasas, se hornea o se fríe, bien entera o en filetes. La mediana se prepara en: hervido, frita entera o en filete”.
Después del relato de Gómez queda despejada cualquier duda sobre su maravilloso rol en nuestra culinaria. Incluso en días recientes, el chef Sumito Estévez residenciado en Margarita, comentó sobre su preocupación cuando pasen las épocas de mango y sardina, que mitigan de cierta manera el hambre.
Sin embargo, los países mediterráneos la tienen en alta estima, tal vez de ahí procede la herencia de amor que le tienen algunos comensales. Porque a la sardina se le ama u odia, no tiene términos medios.
En Lisboa una de las primeras cosas que me impresionó fue como habían sardinas por todos lados: en dibujos, grafitis, hechas de tela y metal guindando en las puertas y ventanas. Se le exalta, es el majar de las fiestas de San Antonio y es ícono de la ciudad.
Por su parte, en Málaga al sur de España, son famosas las espetadas, que consiste en atravesar los peces con varas de madera y asarlos a la parrilla, en este contexto la sardina es la vedette de la fiesta. Podría continuar citando ejemplos, donde brilla en los platos tanto como lo hace en el fondo del mar.
Una de sus grandes virtudes es que para lucirse no necesita mucho arreglo, basta un toque de sal para que explote en sabores, incluso el exceso de salsas y refinamientos no le sientan del todo bien.
Ciertamente, si el cocinero tiene destreza e imaginación logrará resultados excepcionales, de esos que hacen volver una y otra vez a sus mesas. Si a lo dicho se le suma su bajo precio, disponibilidad y alto contenido nutricional, salta como una de las mejores alternativas de alimentación de estos días.
Para quienes se preguntan qué tanto se puede hacer, comparto esta receta de sardinas rellenas del escritor almeriense Antonio Zapata: “Después de limpiar bien las sardinas, que se eligen grandecitas, se abren con cuidado y se les quita la raspa (espinas). Se rellenan con un picadillo hecho con huevo duro, ajo, perejil, poca sal y miga de pan mojada en zumo de limón. Se cierran las sardinas, se pasan por huevo y harina y se fríen”.
Como dato curioso, se les aprecia tan poco en nuestro país que cuando los fanáticos de los Leones del Caracas desean molestar a los Tiburones de la Guaira, les gritan: “¡ehhh, sardinas!”
Publicado en la columna Limones en Almíbar de El Universal el 18/06/2016