“Ojalá que llueva café en el campo”, Juan Luis Guerra
Se ha preguntado por qué ahora la casa en las mañanas, no se inunda de ese maravilloso aroma del café recién colado como sucedía años atrás. Por qué el guayoyo ahora es más amargo sin importar cuánta azúcar le agregue para disimularlo. Por qué al abrir el frasco donde guarda el café molido huele a tierra.
¿Qué le pasó al café en Venezuela? ¿A dónde se fue su fragancia? ¿A dónde se fue ese magnífico sabor ligeramente ácido y achocolatado? ¿Por qué ha perdido calidad?
Al igual que el cacao y el ron, nuestro café durante años gozó de una fama inquebrantable en el mercado mundial. Era apreciado por propios y foráneos. Cuando llegaron los italianos a Venezuela, especialmente la ola migratoria a causa de la Segunda Guerra Mundial, se encontraron un producto extraordinario y aportaron su manera de prepararlo, la tecnología de sus máquinas, su gusto por el tostado fuerte, ese capuchino al que le decimos “con leche”, o ese latte al que le llamamos “marrón”.
La historia reciente de nuestro café es una novela por entregas, donde el protagonista sufre toda suerte de vicisitudes. Comienza con un rubro que lleva más de una década con precios regulados, produciendo a pérdida, víctima de inadecuadas e inconstantes políticas públicas, falta de insumos y la pérdida de la paciencia para tratar en sus términos y a su tiempo, una semilla que pone sus condiciones para expresar lo mejor de sí.
Para empezar el café hay que cosecharlo a manualmente, es decir, exige mucha mano de obra tanto así que representa el 70% de su costo. En la recolección se tiene que pasar por la misma planta dos, tres y hasta cuatro veces, porque las frutas no maduran todas a la vez. Entonces, aquí surge el primer problema, se arrancan de un solo tirón bayas verdes, pintonas, maduras y pasadas.
Luego el café hay que despulparlo y lavarlo el mismo día, y comenzar el proceso de secado que puede llevar alrededor de nueve días. Se extiende en amplios patios, se remueve para que pierda la humedad y se cuida que no se “arrebate con el sol”. ¿Qué se hace aquí? Para empezar se guarda en sacos sin procesar y ahí reposa durante días, la mayor parte de la fruta se pudre y luego se pretende disimular el defecto con el tostado.
Lo más triste es que se prácticamente se perdió la imagen del café secándose a patio lentamente, que permite que se desarrollen adecuadamente los procesos químicos que expresarán su aroma y sabor, queda a merced de grandes hornos de secado que reducen el proceso a menos de un día. Claro, los venezolanos nos podemos permitir ese “lujo” porque el gasoil es barato, casi regalado. Lo triste es que le confiere un retrogusto a combustible que sí se nota.
Finalmente, se empaca molido y pueden pasar semanas y hasta meses antes que llegue a un hogar. Para ese entonces, no tiene sentido tomarse aquello. Es preferible comprar abono para las matas y colarlo.
Por otra parte, se trata de productores con grandes carencias en formación y asesoría, salvo uno que otro proyecto, la gran mayoría es muy poco lo que puede hacer para lidiar contra la ausencia de información y ni hablar de combatir las plagas, la inseguridad, la falta de mano de obra o tener los fertilizantes adecuados. Hasta hace poco – y posiblemente sigue sucediendo -, utilizábamos abonos destinados a cereales como el sorgo.
Y después se preguntan por qué el café es terrible. El buen café es costoso en cualquier parte del mundo, especialmente los tipo “gourmet”. Los elementos que le dan valor son: aroma, acidez, granos enteros en buen estado, y que se respete el proceso de producción antes mencionado. Parece mentira, pero si consideramos los parámetros de evaluación del café en el mercado internacional, ese café que disfrutamos durante años era un “Premium” y no lo sabíamos.
Algunos emprendedores intentan rescatar el buen café, como los casos de las etiquetas Biscucuy, Café Azul, Blandín, Smaak, Carbone, Artesanos entre otros, pero no son más que iniciativas aisladas que no llegan ni al 0.5% del mercado local. Incluso, se pueden considerar algunas marcas intermedias que llevan años en el negocio, pero hacen lo que pueden y no siempre con éxito. En consecuencia, solo un porcentaje ínfimo de la población tiene acceso al buen café criollo.
El gran productor de café es el Estado Venezolano, quien maneja más del 80% del producto, pero al igual que los combustibles, se hace impensable darle el precio justo porque es un asunto político. Ahí está el gran responsable del mal sabor de la bebida.
Una vez entrevisté a Vicente Pérez de Fedeagro, quien al respecto sentenció “Las nuevas generaciones, en lugar de tomar un café que sabe a maluco, beberán té, refrescos, cualquier bebida sustitutiva. Posiblemente, recuperaremos algún día la parte agronómica del café venezolano, pero al consumidor lo perdimos”.
Columna «Limones en almíbar», publicada en El Universal Web 1/10/2014
mucho del bueno se lo llevan a Colombia sin pasar por aduana, al productor le pagan mejor.